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LOS VALORES DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

LOS VALORES DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

Estandarte Felipe VI def

 

Sorprende mucho la completa ausencia, hoy en día, de todo debate sobre la forma monárquica del Estado. Quiero decir de debate serio y constructivo, porque no puede llamarse debate a la constante campaña de ataques que, con bajísimo perfil de racionalidad y desde partidos de un sectarismo político  notorio, viene sufriendo durante los últimos años la Corona. Y es que quizá hablar hoy sobre los valores de la Monarquía, en los albores del tercer milenio, es decir supuestamente en plena era del progreso y de la notable ausencia de principios políticos -aparte los espirituales y morales, materia siempre discutible-, pudiera parecer un ejercicio vano de vetustas teorías políticas o histórico-jurídicas.

Sin embargo, si prescindimos de otras teorías políticas aparentemente más en boga -pero tan vetustas o más que las monárquicas-, como lo son las republicanas, tanto de raíz liberal como de raíz marxista, y nos atenemos a la realidad, esta nos muestra de un modo palmario que la Monarquía española es un régimen en pleno vigor, y la Corona una institución política viva que goza del respeto y de la adhesión de una gran mayoría -aunque sea silenciosa- de los ciudadanos españoles.

Sólo por ello su estudio no solamente no será vano, sino más bien muy necesario, tanto en términos de politología como en términos histórico-jurídicos, y siempre desde el punto de vista de la actualidad española -no voy a entrar en lo que fue o significó la Monarquía ni en otras épocas de nuestra historia ni en otros países: doy por supuesto que el público conoce esas realidades-.

LA TRATADÍSTICA MONÁRQUICA

Un somero examen de la tratadística monárquica, nos muestra que en la actualidad apenas se han dedicado estudios a la Monarquía española como régimen, sistema o institución. No existe un debate serio sobre ella, aunque sí que han aparecido con frecuencia  numerosos trabajos sobre la Persona que actualmente la encarna, es decir sobre S.M. el Rey Don Juan Carlos, cuyos cuarenta años en el Trono hemos de celebrar en menos de dos años. Es cierto: durante el último cuarto de siglo han aparecido numerosas biografías del Monarca, de la Real Familia, y muchas glosas y comentarios de su actuación política durante su ya largo reinado; pero apenas unas pocas páginas dedicadas a la Institución, a sus fundamentos teóricos y a su funcionamiento constitucional; luego me referiré a ellos por menor.

No siempre fue así: tanto en los días de la baja Edad Media, como en los de la Monarquía Universal Hispánica regida por la Casa de Austria, como también en los dos primeros siglos del reinado de la Casa de Borbón, los tratados sobre la teoría y los principios monárquicos fueron numerosos y de un gran interés en el plano del estudio de las ideas políticas y de las instituciones jurídicas en que aquellas se reflejaban. En los días de los Reyes Católicos escribía su tratado sobre aquella monarquía el clérigo Antonio de Villalpando. Pocos decenios más tarde escribirán sus tratados Francisco de Vitoria (De Indis, 1539), sus discípulos Martín de Azpilicueta (en 1528) y Diego de Covarrubias y Leyva (Opera Omnia, 1558); Domingo de Soto (De iustitiae et de iure, 1557), Alfonso de Castro, Luis de Molina, el P. Francisco Suárez (Tractatus de legibus ac Deo legislatore, 1612), Sebastián Fox Morcillo (De natura Philosophiae, 1554), o Benito Arias Montano (1527-1598). Pero quizá el más clásico de los tratados sobre este régimen político, vinculado estrechamente a la firme defensa del catolicismo, sea el del padre Juan de Mariana, publicado en Toledo en 1599 y dedicado al Rey Don Felipe III bajo el título De Rege et regis institutione (traducido como Del Rey y de la Institución Real). La obra de Mariana, en la que se criticaba la corrupción de los ministros regios y se justificaba el tiranicidio, resultó muy polémica, hasta el punto de que sería encausado por ella, siendo condenada su doctrina por la Sorbona y el Parlamento de París. También es de recordar, para el estudio de la teoría monárquica en aquellos días de la Casa de Austria, algún escrito de Baltasar Gracián, como por ejemplo cuanto afirma en su obra El Político Don Fernando el Católico: en la monarquía de España, donde las Provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, assí como es menester gran capacidad para conservar, assí mucha para unir.

Los teóricos españoles, aunque reconocían el origen divino del poder regio, no justificaban el absolutismo, sino que reconocían la importancia política de la representación popular: ya en 1528, Azpilicueta afirmaba que el reino no es del Rey, sino de la comunidad. La Monarquía española jamás fue considerada como un fin en sí misma, sino que siempre se consideró como el mejor medio, el más idóneo, para el gobierno temporal del pueblo cristiano.

La llegada de los Borbones al trono español impuso aquí las tesis absolutistas de Jean Bodin (1530-1596), cuyos principios basados en el origen divino de la realeza estaban ya plenamente arraigadas en la Monarquía francesa de Luis XIV. La lucha entre ambas concepciones del poder monárquico, la hispana y la foránea, va a impregnar todo nuestro siglo XIX.

Pero en el último medio siglo, como decía, apenas han aparecido textos ni tratados sobre el principio esencial de la Monarquía, sobre sus valores políticos. Y, curiosamente,  aparecieron con mayor asiduidad durante el régimen del General Franco, es decir glosando un sistema monárquico que después no llegaría a existir: así, los estudios de Luis Díez del Corral (seguidor de Von Stein en esta materia), del letrado Carlos Puyuelo Salinas (La Monarquía y la República, 1967), o de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (El principio monárquico, Madrid, 1972).

Ya en el trono Don Juan Carlos, los estudios sobre el tema monárquico se han dirigido, insisto de nuevo en ello, más hacia su Persona y acción política personal, que hacia los principios teóricos del régimen. Sólo en los últimos años inmediatos, notamos un creciente interés hacia el estudio del sistema y de sus valores jurídico-políticos; aunque casi siempre desde un punto de vista mecanicista o positivista, es decir constitucionalista: así, por ejemplo, los artículos producidos por el grupo de constitucionalistas que encabeza el catedrático Torres del Moral en la UNED; los del letrado de las Cortes don Manuel Fernández-Fontecha Torres (De nuevo sobre la posición constitucional del Rey, 1995); o las Jornadas Parlamentarias que se celebraron hace poco en el Congreso para debatir sobre el Título II de la Constitución.

Pero, dejando aparte esos estudios de orientación exclusivamente positivista, apenas encontramos en la bibliografía actual algunos trabajos sobre otros aspectos de la institución monárquica, tan importantes o más que los que se evidencian en nuestra Constitución. Me refiero, por ejemplo, a los poco conocidos estudios de Julián Marías (El Reino de España al cabo de veinte años, 1995); y de don Sabino Fernández-Campo, Conde de Latores, sobre La función real en España (Madrid, 1996). También a los numerosos y acertados artículos de don Luis María Anson y a las conferencias impartidas por el letrado madrileño don Carlos María Texidor Nachón. De todos ellos podemos extraer una información preciosa al efecto que nos ocupa aquí.

Los positivistas a que antes he hecho breve referencia nos ofrecen una visión limitada y parcial de la realidad monárquica: ello es así porque creen que todo lo que atañe y define nuestra Monarquía está contenido en el Título II de la Constitución. Yo, como Marías, Latores, Texidor y Anson, no lo creo así: la Monarquía española es una institución de hondas raíces históricas que, sin duda alguna, preexiste a la vigente Constitución de 1978: la Corona preexiste a la actual norma jurídica suprema, y por eso le son de aplicación sus propias normas históricas -a veces fundadas en usos y costumbres muy aceptadas-, que son previas al acuerdo constitucional. Acertaba Guillermo Gortázar (La Corona en la Historia de España, 1995) al afirmar, que las interpretaciones coyunturalistas o personalistas de la Monarquía española, desde 1978, ignoran el dato fundamental del papel histórico de la Corona a lo largo de los siglos: el de hacer visible y representar la constitución histórica de España.

Por otra parte, la Constitución de 1978 no recogió, porque no podía hacerlo, sino las grandes líneas jurídicas que rigen la posición y la acción política de la Corona. Todos los demás principios y usos de nuestra Monarquía secular han quedado en una situación indefinida, para permitir así tanto al Rey como a los políticos, una mayor libertad de acción. Y esa situación constitucional ha quedado indefinida; deliberadamente, en mi opinión: si siempre es fácil definir los poderes de un monarca absoluto, quizá no lo es tanto hacerlo con los de un monarca constitucional. Yo no he de entrar a considerar si esta actitud política ha sido o no la acertada, me limito a señalar la realidad de los hechos, cuando en estos días se está replanteando esta delicada  cuestión.

Quiero decir con todo lo anterior, que la Corona es una institución metajurídica, o sea que excede a lo puramente jurídico, y que por ello su realidad política y su influencia social son mucho más amplias y mucho más notables que el papel que expresamente le otorga la Constitución de 1978. Y ello es así, entre otras razones, pero sobre todo, precisamente por su larga tradición histórica, que arranca en España desde el siglo VII al menos. Es el pueblo el que impone y exige esa relación irracional -no positivista- que mantiene con sus Reyes.

Por eso mismo, todo estudio que pretenda aproximarse a la Institución, y lo haga desde un punto de vista estrictamente positivista o más bien constitucionalista, resultará en gran medida fallido: no creo que sea posible definir ni estudiar nuestro sistema monárquico sin un profundo conocimiento de su rico pasado histórico, ni de su especialísima relación directa con la ciudadanía -aspectos ambos que no se contienen en el Título II de la Constitución-.

LOS VALORES POLÍTICOS DE LA MONARQUÍA

Pero pasaré ya a una breve glosa de los valores políticos de la actual  Monarquía española, que es mi objeto principal. Y porque esa glosa ha de ser breve, la haré de una manera meramente enumerativa, sin entrar a desarrollar los muchos aspectos que cada uno de esos valores políticos encierra, ni a verificarlos con ejemplos que creo son de todos conocidos.

En primer lugar, un valor monárquico unánimemente reconocido es que el Rey no es solamente un mero Jefe del Estado -tal es en los regímenes republicanos-, sino mucho más: la Persona en la que se encarna la Nación entera, el símbolo vivo de su ser y de su historia, como reconoce el artículo 56 de la Constitución. De ahí su prestigio, su influencia social, que se manifiesta de modo tan evidente en las gentes con ocasión de las visitas y de los viajes regios por el territorio español. La relación afectiva y sentimental del pueblo con sus Reyes es, en sí misma, un valor político notabilísimo, que a veces se ha denominado con mayor o menor acierto, la mística monárquica, que obedece quizá al deseo inconsciente de protección paternal que descubre el aspecto infantil que en toda persona subyace. Y también el deseo de sentirse acogido solidariamente, de formar parte de una colectividad cuya referencia constante es, precisamente, el Rey. Es por eso que con mucha frecuencia ciudadanos en apuros, que no han encontrado auxilio en los Tribunales ni en las ventanillas de la Administración, acuden al Rey; sabiendo casi siempre que poco puede hacer el monarca por ellos, pero deseando que al menos Él conozca sus pesares.

En segundo lugar, y como se deduce del valor anteriormente expuesto, resulta que el Rey de España lo es de todos los españoles sin distinción de partidos, credos ni clases sociales. Y este es sin duda, también, uno de los valores políticos fundamentales del régimen monárquico, porque en el republicano todo presidente electo, por muy ecuánime que sea en el desempeño de su magistratura, tiene el vicio original de haberla ganado dentro de un partido -el que le propuso y presentó a las elecciones-. Todos los Reyes de España, desde la célebre Carta a los españoles (1874) que suscribió Alfonso XII -conocida como Manifiesto de Sandhurst, claramente inspirado por Cánovas-, han proclamado este principio, y lo han aplicado durante sus respectivos reinados, incluido el actual monarca, que en su investidura se declaró Rey de todos los españoles, sin distinciones ni privilegios. Así, el ciudadano no tiene en el Rey a un hombre de partido, sino a una figura imparcial y apartidista, que es patrimonio común de todos y de ninguno. Y no esta actitud no dimana en manera alguna un principio más o menos teórico, más o menos abstracto, sino una realidad cotidiana: en el actual Rey han hallado acogida todos los hombres de España, de cualquier procedencia social o política, hasta el punto de haber logrado la reconciliación de todos los españoles después de la Guerra Civil y del régimen franquista. La Corona ha acertado en ser igual para todos, constantemente.

En tercer lugar, la Monarquía nos ofrece una continuidad histórica, y sobre todo política, que no solo evita las soluciones de continuidad en la Jefatura del Estado y lo que ellas conllevan, sino que dota a su alta magistratura de unos conocimientos y de una información que en materia política trascienden al gobierno de turno, siempre coyuntural y transitivo. Es más, como ya advertía el general Fernández-Campo, esa preparación regia va a facilitar la estabilidad política, porque va a permitir la anticipación a los problemas que pueden surgir y que surgen constantemente. Esta tarea de prevención es, a mi juicio, muy importante en la función regia.

En cuarto lugar, y como consecuencia de lo anterior, la Corona dota al sistema monárquico de una notable estabilidad, pues que no depende de intereses coyunturales ni de las próximas elecciones. El Rey, al ser diferente del común de los ciudadanos, y estar su persona apartada de las preocupaciones personales que afectan a cualquier ciudadano (incluso al dedicado a la política), como son las económicas o las responsabilidades políticas, no está sujeto a esos aconteceres y puede ejercer su magistratura en medio de una serenidad notable. Es más, la estabilidad política que produce la Monarquía no solamente se manifiesta en términos de realidad práctica, sino sobre todo en términos psicológicos: la población en general no percibe de manera agresiva las mudanzas y novedades políticas que le afectan directamente -el cambio de los tiempos-, pues de la imagen del Rey emana una permanencia que se percibe de manera tranquilizadora.

En quinto lugar, la Monarquía ofrece una esperanza y una garantía de futuro: es decir que frente a la acción de los políticos, siempre coyuntural, de menor alcance temporal y muy sujeta a los acontecimientos inmediatos, el Rey es ante todo el estadista que orienta la acción pública a largo plazo, es decir hacia el futuro. Y esa garantía no es teórica o inverosímil, sino real y bien real: de entrada, porque como bien recordó hace pocos años Antonio Fontán, la capacidad de unir a los españoles quizá solamente la tenga la actual Monarquía española. Porque faltando esa unión, nuestro futuro como nación no estaría apenas asegurado.

En sexto lugar, la Monarquía ofrece un valor moral de una importancia mucho mayor de la que los positivistas refieren: se trata del ejemplo público. Ya denunciaba Maquiavelo que el hombre, todo hombre, no es de ordinario demasiado virtuoso, pero desea que quienes lo representen lo sean más que él, y quieren que sus actividades cotidianas estén inspiradas o alentadas por Quien encarna a la Nación: los gobernados se identifican míticamente con valores como virtud y justicia, y el Rey -mito viviente- ha de servir como ejemplo para que la sociedad se impregne de tales valores. Inconscientemente, la colectividad, el pueblo, conservan vivo ese carácter sacro y paternal de las viejas Monarquías, y exigen que quienes encarnan la actual sean ejemplares. En acertadas palabras del Conde de Latores, la acción del Rey ha de constituir un constante modelo para los ciudadanos, ostentando en todo momento la más elevada autoridad moral, que sirva de contraste a las conductas públicas o privadas que carezcan de ella. Y el Rey lo hace, utilizando precisamente una de las escasas parcelas en las que su soberanía es efectiva y total, por no necesitar del refrendo ministerial: la de los mensajes regios, acerca de los cuales ha escrito brillantes páginas Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón.

En séptimo lugar, otro de los valores monárquicos es la competencia del Rey en las materias de su cargo, que se alcanza a través de largos años de formación, bien como Príncipe heredero, bien como monarca reinante. Y en ello la propia Constitución vigente se conforma, hasta el punto de prevenir en su artículo 62.g que Su Majestad sea inmediata, permanente y constantemente informado de todo acontecimiento relevante que pueda afectar a España. Y es que esta competencia y esa formación influyen decisivamente en otro de los valores al que antes hice referencia: el de la estabilidad y continuidad de la política española, porque los gobiernos pasan, pero el Rey -con un superior caudal de experiencia y de competencia- permanece.

En octavo lugar, creo que entre los valores políticos monárquicos debemos considerar también la discreción con la que el Rey desempeña sus funciones. Sí: la Corona es una institución más de influencia que de poder; y esa influencia suele ejercerse de manera muy discreta. Es por eso frecuente que los periodistas y los politólogos nos preguntemos con frecuencia ¿qué hace el Rey? (sobre todo cuando los no monárquicos plantean esta otra: ¿para qué sirve el Rey?). Pero ya el profesor Paul Orianne distinguía en la función pública tres componentes: ser, decir y hacer: la función del Rey es, esencialmente, la de ser; y más ocasionalmente, la de decir o la de hacer.

En noveno lugar, la ambigüedad y la indefinición constitucional de los poderes del Rey también me parecen un valor político en sí mismo, incluso una gran ventaja: porque ello permite al Rey un mayor margen de acción política que, en ciertas situaciones, es muy necesario. Tal indefinición es, por cierto, inusual en todo régimen republicano, donde el Jefe del Estado tiene sus poderes perfectamente establecidos y perfectamente delimitados. Así, el artículo 56.1 de la Constitución, en el que se establecen los fundamentos de la función regia, se limita a señalar que el Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones. Nada más, pero nada menos: es muy posible que la mayor fuerza de esta competencia regia radique precisamente en su falta de concreción, pues al ser tan amplia y tan vaga admite toda clase de interpretaciones y la posibilidad de aplicaciones muy variadas.

En décimo lugar, y en relación con la indefinición de sus competencias constitucionales a que acabo de referirme, considero también un valor político en sí misma la circunstancia, apenas notada por los tratadistas, de que la Monarquía ha carecido siempre y sigue careciendo de un programa político como tal -dejo aparte el llamado estilo real, que no es más que un conjunto de pautas de comportamiento, pero no un verdadero modelo político-; al contrario de lo que acontece en los regímenes republicanos, en los que el candidato ha de tener un programa propio y someterlo al voto de sus conciudadanos. No, la Monarquía española se ha consolidado sin necesidad de ofrecer o presentar previamente un programa de acción política concreto, y además sin estar tampoco sustentada por todo un ideario teórico de sus fundamentos políticos.

En undécimo lugar, la figura del Rey, como más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales (artículo 56 de la Constitución), constituye en sí misma un valor político muy notable. Ciertamente, la mística monárquica y la larga permanencia del Rey en los foros internacionales, son en sí mismas unas ventajas notables para España. Sin embargo, no se ha prestado apenas atención a este importantísimo aspecto de nuestras relaciones internacionales, salvo las breves pero luminosas páginas del profesor Mario Hernández Sánchez-Barba, y del hispanista Charles T. Powell, ambas publicadas en 1995. Porque aún hay más: es que nuestras relaciones con las repúblicas de la antigua América hispana no serían las mismas si al frente del Estado español hubiese habido o hubiera en adelante un presidente republicano, porque la figura del Rey de España tiene allí una importancia muchísimo mayor, y son muy numerosas las anécdotas que dan testimonio de ello (desde la de Fidel Castro ofreciendo al Rey el trono de Cuba, a las de tantos pueblos indígenas aún convencidos de que el verdadero poder para arreglar sus asuntos lo seguía ostentando el Rey de España). Desde Hispanoamérica se ve al Rey como una esperanza tras una larga espera: lo expresó con claridad y precisión el presidente de Costa Rica cuando hace ya muchos años recibió allí a nuestro Rey: Majestad, os estábamos esperando desde hace cuatrocientos años.

Y, ya en último lugar, no me parece ocioso traer a colación los aspectos económicos del sistema monárquico, siempre más beneficiosos para el Erario que el republicano. Porque, dejando aparte la casualidad de que la dotación presupuestaria de la Casa de S.M. el Rey -es decir de la Jefatura del Estado- sea de las más bajas de toda Europa (por ahora asciende a unos ocho millones de euros aproximadamente), resulta que el Estado español mantiene un notabilísimo ahorro en la sólita convocatoria de elecciones presidenciales que se verifica en los vecinos Estados republicanos; ahorro que cabe cifrar en varias decenas de millones en cada quinquenio. Y en estos tiempos de penurias esto no es en modo alguno un valor político menor.

A MODO DE CONCLUSIONES

La Monarquía española es una institución sólidamente instaurada en la sociedad española, y su restauración fue posible en 1975 porque la Dinastía estaba vigente y porque había puesto sus valores y sus principios a la altura de los tiempos, manteniéndose hasta ahora porque ha cumplido rigurosamente sus funciones políticas y sociales. Pero no hay que olvidar nunca que  todo régimen político se desgasta, y ninguno suele durar más allá de cuarenta años, como la Historia nos enseña: alcanzado ese tiempo, tiene que adaptarse y reformarse desde dentro, so pena de que lo sustituyan desde fuera. En este sentido, es de notar que la Monarquía española es un sistema muy flexible y adaptable al devenir de los tiempos, precisamente porque su papel y su desempeño están, lo repito, indefinidos en gran medida. Esta es una ventaja política muy notable.

Las reglas, escritas o no, por las que se ejerce la acción de la Corona son múltiples, complejas y minuciosas. De ellas depende el éxito o no del monarca. La relación afectiva y sentimental -irracional al fin- que el pueblo mantiene con sus Reyes es, por eso mismo, muy delicada. El desempeño de la máxima magistratura nacional debe ser por eso, y sobre todo, ejemplar: cualquier desliz o error en este aspecto ya hemos visto que puede llegar a ser gravísimo.

También goza la Monarquía española, y en especial Quien ahora la encarna, del aprecio universal de las naciones y de los pueblos. Sin embargo, un peligro se cierne sobre su porvenir, y es el de la futura conformación política de la Unión Europea.

Y aunque no estimo yo necesario ni conveniente que el desempeño de las funciones regias sea minuciosamente establecido y regulado por una norma positiva, si creo muy oportuna la promulgación de la Ley de la Corona en la que al menos se definan algunos de sus fundamentos. Por ejemplo, no deja de ser sorprendente que en España no se sepa con exactitud, de una manera oficial, quiénes, de entre los familiares del Rey, forman parte integrante de la Familia Real (el Infante Don Carlos no aparece en la página web de la Casa del Rey ¿quiere esto decir que todo un Infante de España no forma parte de la Familia Real?). O, lo que es más grave aún, que no exista un orden oficial de sucesión a la Corona, aparte del muy genérico e inexacto que contiene la Constitución.

Es necesario recoger en un texto legal esos asuntos fundamentales, pero no otros como el llamado estilo real, norma no escrita pero que existe y es la que ha guiado el desempeño de la función regia durante el último cuarto de siglo. Es preciso recoger esa doctrina, como complemento práctico de la Constitución y de las leyes atinentes a la Corona, manteniendo siempre el equilibrio para que no se exagere ni la excesiva racionalidad normativa, ni el sentimentalismo igualmente excesivo.

Finalmente, creo importante que se potencie la imagen del Rey en términos de eficacia, aunque su labor se realice sobre todo en el plano de la confidencialidad. Es tarea difícil y contradictoria entre la reserva general que en su actuación debe observar el Rey, y la necesidad de informar y convencer al público de la utilidad de sus funciones y actuaciones.

El Rey es, en fin, un símbolo de la Nación española que procura en el desempeño de sus funciones la integración política y social de la comunidad sobre la cual reina, y tal integración supone, además, una gran capacidad de guía, tanto de la vida social como de la vida política, y lo mismo en el campo de la vida española que de las relaciones internacionales. De tal modo que la escasez de su potestas constitucional se compensa con una excelente auctoritas social.

En palabras de Antonio Fontán, la monarquía es una herencia de la historia, pero también una esperanza y una garantía para el futuro nacional. Esa capacidad para conservar, y esa mayor que hace falta para unir, las posee la actual monarquía española, y quizá solo ella.

Dr. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila, Vizconde de Ayala